El día de ayer hizo explotar miles de emociones que una no sabía ni que poseía. E hizo que viera a gente que casi ni recordaba que existían si no miro las fotos viejas. Algo que, probablemente, tarde mucho tiempo en hacer.
Viejas caras conocidas, cada una con su historia, cada una con una relación distinta. Pero ayer todo eso daba igual.
Siempre he dicho que el colegio no fue mi mejor época. No congenié excesivamente con según quién, y supongo que la edad del pavo acrecentó esas cosas. En cambio, había fijos con los que, si bien no hacía excesiva vida fuera de aquellas aulas, compartí con ellos todas aquellas emociones primerizas, que eran muchas en tantas horas juntos. Él era uno de ellos.
Sin embargo, madurar nos hizo que al volvernos a ver con el tiempo hubieramos aprendido a recordar con cariño aquellos tiempos. Y entonces llegó la mejor época del colegio. La de las risas compartidas, la de los recuerdos graciosos y la del pasado común. Esas cenas que quién sabe cuándo volveremos a celebrar sin olvidar que falta uno de los que ha acudido a todas las citas hasta ahora.
Ayer vi a aparecer a todos ellos, y muchos más, con la misma cara apenada. Algunos, destrozados. Lo mejor fue no necesitar más de una mirada para decirles todo lo que quería decirles.
Desde el domingo soy incapaz de separar su recuerdo de una imagen. No sé si es que no acierto a recordar más, o es que con esa imagen me basta para resumir todo lo que él era. Estamos en clase, en 4º de ESO, él sentado detrás de mi y con esa sonrisa medio pilla, medio contagiosa, tan típica de él. La de vaciles que tuvimos ese año (y los anteriores) sentados a la distancia de un pupitre en todo el curso.
Agur. Costará aprender a mirar calle arriba sin toparse de sorpresa contigo.
Beti gogoan, lagun
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