27/12/08

Desevolución

No deja de sorprenderme lo bajo que puede caer el ser humano. Aprendimos en el colegio la teoría aquella de Darwin, que hablaba de la supervivencia del más fuerte, o el más apañado al entorno en el que le tocaba vivir. Se basaban en eso para explicarnos que los más inteligentes fueron los que perduraron en esto que llamamos mundo. Sin embargo, miro a mi alrededor, y cada vez nos veo más gilipollas, si se me permite la expresión.

En el proceso de madurar, hacerse mayor, razonar e intentar ser consecuente con uno mismo, el ser humano pasa por distintas etapas, algunas más entrañables y otras más estúpidas. A una de éstas últimas, los adultos quisieron llamarla 'la edad del pavo', algo pasajero que permite hacer la vista gorda sobre determinadas actuaciones o comportamientos de nuestros hijos para evitar tener que responder o acutar sobre ellos. El problema es que la famosa edad del pavo les comió el terreno y ahora, es una etapa de la que algunos jamás llegarán a salir y que algunos padres y educadores, no saben solucionar.

La noche del 24 de diciembre, volvía ya para casa a eso de las 5-6 de la mañana, y me paré, con una amiga, en un establecimiento de esos 24H que se reducen a cuatro máquinas de comidas-bebidas-y demás. El caso es que mientras yo me paraba a coger una botella de agua, un chaval de unos 18 años, más o menos, se lamentaba, ante sus dos amigos, de que la máquina 'se había tragado un euro'. Para solucionar tan grave problema, ni corto ni perezoso, el chaval arremetió con la máquina a patadas hasta que logró romperla (con la consiguiente lluvia de cristales rotos) y mostró, entonces, una sonrisa orgullosa. Uno de sus amigos le animaba a seguir, para comer todos "de gratis".

Me marché de allí alucinada. Lamentando el espectáculo que acababa de ver y dando gracias de que aquel establecimiento tenía cámaras de vigilancia. Me hubiera gustado ver cómo se hubiera cambiado la sonrisa de aquel imbécil de haberlo sabido. Más que rabia, sentí pena por esta sociedad, en la que la educación de los que un día la dirigirán no ha importado ni importará jamás. Sentí pena por los padres del chico en cuestión que, ante sus amigos, hablarán orgullosos de su hijo sin saber qué tipo de persona es. Y sentí pena porque, en el fondo, hechos así, ya no sorprenden a nadie.

19/12/08

Yo

Siento. Blanquiazul
Río. Amistad
Lloro. Nostalgia
Sueño. Amets Bat
Amo. Equilibrio
Ansío. Futuro
Aprendo. Arte
Deseo. Tacto
Sonrío. Letras
Crezco. Retos
Detengo. Música
Duermo. Tiempo
Grito. Injusticia
Miro. Belleza
Beso. Amor
Colecciono. Emociones
Hablo. Relaciones
Escribo. Interior
Sonrío. insisto
Vivo. Yo

15/12/08

Cien años de soledad

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. “Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa”, replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas.
(Cien años de soledad / Gabriel García Márquez)
No, una imagen NO vale más que mil palabras.
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