21/7/09

Un nuevo adiós

Los humanos tendemos a idealizar las cosas. No nos gusta lo que vivimos, lo que tenemos, lo que somos. Por eso aquello que no podemos abarcar se convierte en lo mejor. Un buen ejemplo de ello es la infancia, que tan cautivados tiene a toda la especie humana. Con su aureola de inocencia, felicidad perenne e ingenuidad; y de la mano de figuras como Peter Pan o los Reyes Magos (y sucedáneos), se ha ido configurando un mito en torno a la etapa más tierna de nuestras vidas, que ha acabado idealizada haciendo bueno el refrán de ‘cualquier tiempo pasado siempre fue mejor’.

Sin embargo, por mucho que nos guste creer lo contrario, de pequeños todos o casi todos quisimos crecer rápido y poder hacer ‘cosas de mayores’. Nos sentíamos atrapados en las miles de prohibiciones que nos imponían los adultos. Quedarse despiertos hasta tarde, no ir al cole o incluso ‘comer huevos’, eran nuestras aspiraciones. Obviamente, para poder hacerlas había que crecer. Y cada uno lo hizo a su manera.

Determinar la frontera entre niñez y adolescencia (o como quiera que se le llame ahora a la ‘edad del pavo’) es una tarea imposible. Afortunadamente es muy poca la gente que puede decir en qué momento comenzó a crecer (y digo afortunadamente porque la mayoría de los que sí pueden es por culpa de algún hecho traumático). Yo no soy una de ellas. Lo que sí recuerdo son algunos hechos aislados que me hicieron despertar y enterarme de que fuera de mi pequeño universo, lleno de color, había rincones llenos de horror. Sin necesidad de viajar lejos, además.

Uno de esos hechos fue el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Un acto atroz que pareció, por unos días, semanas, meses incluso, cambiar el curso de los acontecimientos, cambiar la voluntad de políticos y sociedad para cambiar una realidad que dura ya demasiado. Una realidad con la que convivía desde pequeña, pero de la que no fui consciente hasta aquellos días de julio en los que lloré viendo la tele.

El segundo de esos hitos fue la lectura de ‘Las cenizas de Ángela’, una obra donde Frank McCourt recogió con sencillez y sinceridad los detalles de su triste infancia. Ávida lectora, mi biblioteca hasta aquel entonces estaba repleta de libros de aventuras e historietas de adolescentes. ‘Las cenizas de Ángela’ fue prácticamente mi bautismo en obras más serias o adultas, por definirlas de alguna manera. Cuando llegué al punto final de la narración, yo ya no era la misma. Un nudo en la garganta y en ocasiones, lágrimas, me acompañaron por aquel paseo por el horror, el desamparo, el hambre, la tristeza y el frío que había sido la infancia de McCourt y sus hermanos.

He tenido el gusto de leer muchos libros más desde entonces. No es que ‘Las cenizas de Ángela’ sea mi libro favorito. Pero sí uno de los más especiales para mí. Es, y siempre será, ese libro que me marcó como ningún otro lo puede hacer. Anoche me desperté con la noticia del fallecimiento de Frank McCourt, quien después de viajar a EE.UU. de joven, tal y como relata en sus obras, se fraguó, con paciencia y trabajo, una vida mucho mejor que la que había tenido. Si las palabras siempre se quedan huecas, mucho más cuando son para despedir a un escritor. Descanse en paz.

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